Lo que queda esta semana que viene es respirar hondo, bajarle el tono a la euforia, a la rabia y a cualquier otra forma de pasión política y dejar que llegue la hora de poner el voto en la urna, cuidando que nadie haga trampa.
Ni el funcionario de casilla, ni el representante de partido, ni el guardián del orden, ni el periodista, ni la homilía del cura, ni el observador extranjero, ni el transportista de las urnas, ni la voz de quien hable en la radio, ni la imagen que se exprese en la tele, ni el periódico matutino, ni la agencia noticiosa desde el otro lado de la frontera, ni la página de Internet, ni el consejero del CEE, ni el juez del TRIFE.
Es ocioso cuidar a los comités de los partidos políticos: son los que menos podrán hacer nada que ponga en peligro el triunfo de su candidato. Esta vez, la pasión política (la más corrupta, mentirosa y mapache de todas) es la peor consejera y la más autodestructiva.
La misma pasión política que hace bajar el coeficiente intelectual de los pensadores al nivel del hipotálamo es la misma pasión que hace creer a los fanáticos que su invento mapache es genial y que indudablemente hará ganar a su candidato.
Es la pasión que abate el sentido de la ética hasta el último grado posible: cuando lo bueno es lo que yo creo que está bien y lo malo es lo que el otro cree, sea lo que sea. Una ética fundamentalista copiada de las religiones.
Es legítimo practicar la sospecha política de lo que el contendiente propone. Es legítimo argumentar en su contra. Esa es la esencia de los procesos electorales.
Pero toda contienda corre el riesgo que los contendientes resbalen hasta la práctica irracional de la lucha, donde la legalidad es lo de menos, donde el fin justifica los medios, donde toda realidad, por contundente que sea, pasa a ser un accidente eventual del proceso forzado a llegar a su meta de triunfo a como dé lugar y si la realidad se opone, peor para la realidad.
Sin embargo, aunque la realidad muchas veces da la impresión de doblarse al gusto de los seres humanos, tarde o temprano la realidad impone su ley, muchas veces golpeando, como el material elástico que es, a quien la estira más allá de lo que la realidad soporta.
Y la realidad que se impondrá al final de esta prolongada debacle política en la que han convertido la campaña electoral es la lección popular de la votación real. Esa sabiduría del inconsciente colectivo que exige a los electores una distribución del poder político mucho más sensata que las hipótesis de los sabios politólogos editoriales y de los políticos de café. [JPR, PB, 2000-06-22]
Parafraseando lo que dijimos entonces: Si en algún lugar cabe hoy alguna esperanza, es en la vulnerable razón colectiva, que por un instante, por un segundo, es libre, secreta, democrática, de los sinaloenses el 4 de julio.
Pensándolo bien... Lo que suceda después en el tiempo, será responsabilidad de los funcionarios, los partidos y los delincuentes; no de los votantes.
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miércoles, 23 de junio de 2010
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