Esa elusiva, huidiza, agradable sensación de bienestar que ni los poetas han podido articular más allá de sus románticos deseos amorosos, es la felicidad.
Ese espejismo en el desierto, ese oasis que desaparece en cuanto quiero hacerlo mío, convirtiendo a la memoria y a la adicción que me empuja a buscarla en la fuente de mis frustraciones crónicas.
No hay nada más parecido al síndrome de adicción del jugador compulsivo, del coleccionista de huesos o coleccionista y punto, del buscador del éxito económico, de la fama, del triunfo electoral, o de cualquier cosa que bañe mi necesidad de ser amado con la que empezó toda esta historia y que los años convirtieron en narcisismo.
Algunas diferencias hay con el consumo compulsivo de drogas, alcohol, tabaco, café y demás ingestas de químicos causantes de estados psicotrópicos de elación, tranquilidad extrema, alucinación, o sensación de poder y fuerza; pero no son significativas en cuanto al propósito original: ser feliz.
Y por supuesto el amor y el dinero comparten las nominaciones de Hollywood en la entrega del Oscar. Ni siquiera las películas de vampiros se salvan del amor feliz. Ni siquiera las películas de denuncia social se salvan de la suerte feliz de unos niños pobres de la India, que llegan a millonarios de Hollywood.
La felicidad es la reina de las fantasías. Es más duradera que todas las demás fantasías y además no pide permiso, siempre está ahí hasta el último momento de nuestros días. Y si no soy feliz vivo, lo seré después de que me muera, en los brazos del Creador.
Es inútil ponerle condiciones a la felicidad o a su búsqueda; ninguna religión le puede poner coto: Santa Teresa de Jesús demostró, antes que Sor Juana Inés de la Cruz y su protesta feminista medieval, aquellas trampas de la fe que le pide sacrificio y postergación eterna a la felicidad, cuando la apasionada entrega al amor divino rompe con la prohibición moralista y no puede evitar la demanda de satisfacción aquí y ahora, por sublimada que parezca.
Y las perversiones de los hombres de Dios, de las que el fundador Maciel solo es un caso perdido en el mar de las pederastias globales, son versiones torcidas del deseo amoroso, por la represión ‘contra natura’ a la que los somete un decreto de castidad al servicio de la estructura económica clerical, más que al mandato cristiano que nunca existió ni en San Pablo: “Más vale casarse que quemarse”.
Pero dejemos a los patéticos ejemplos de la búsqueda de la felicidad en el eros; porque en el campo del dinero las cosas empeoran; Howard Huges por ejemplo, solo es un botón de muestra imposible de rescatar ni siquiera por la magia cinematográfica de Martin Scorsese, ni por la grotesca guapura de Leonardo di Caprio, en ‘El Aviador’; la búsqueda de la felicidad lleva al millonario a ser presa de una obsesión que lo somete a la soledad más profunda y al aislamiento absoluto que ni un asesino en serie sufre. Una felicidad destinada al fracaso.
Sostenemos que la felicidad es nuestro derecho y tenemos razón, porque eso es lo mismo que tener derecho a la gloria; pero si por tener derecho a la gloria me tengo que hacer explotar en un vagón del metro en el centro de una ciudad superpoblada para ganarme el Jardín del Edén, no parece que haya mucha ganancia ni para la humanidad ni para la gloria en ello.
Lo cierto es que al final de todos los fracasos por la obtención de la felicidad, a todos nos espera la muerte. Y antes de morir para algunos se hará la luz y tal vez puedan pensar que en lugar de buscar una felicidad que promete lo que nunca va a cumplir, tal vez sea mejor negocio (si es por el dinero) o mayor profundidad amorosa (si es por el amor) aspirar mejor a un bienestar humano y alcanzable, que a una felicidad divina, perfecta, inalcanzable, y con tantos ‘efectos colaterales’ que más bien parece una quimioterapia primitiva contra el cáncer.
La cultura y la civilización, así como la conocemos, tienden a causar malestar en el individuo en la mejor de las circunstancias; y en la peor de las circunstancia solo sabe producir miseria; miseria monetaria y miseria emocional, acompañada de una ignorancia que lo empeora todo.
Nuestra meta debería ser por tanto la de combatir el malestar procurándonos un bienestar en la medida de nuestros alcances.
Es un reto emocional e intelectual que puede llevarnos toda la vida, igual que nos han llevado la adicción a la felicidad y a las otras adicciones.
¿Valdrá la pena?
http://jperezrobles.wordpress.com; VC101218Felicidad.docx ;18:56;3776Car.
domingo, 19 de diciembre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario