La bipolaridad máxima en la conciencia humana es la de nacer y morir. Esos son los límites últimos de la existencia. Cualquier especulación sobre lo que la conciencia pueda pensar antes del nacimiento o después de la muerte puede ser válida como ejercicio de la imaginación, pero no guarda respeto alguno por la experiencia vivida.
Sin embargo, no nos equivoquemos, la fuerza de los ejercicios de la imaginación son los fundadores de todas las ideologías; empezando por las supersticiones, hasta llegar a la teología moderna cuyo discurso, envuelto en las complejidades del dogma y la contradicción del pensamiento, se ha vuelto poético.
Curiosamente, es lo mismo que los físicos subatómicos del siglo veinte encontraron en la investigación de la dinámica de la energía en el microuniverso cuando Niels Bohr dijo: “Cuando la física trata de describir lo que pasa en el interior del átomo, se vuelve poesía”.
Lo que finalmente eleva a la poesía como el único lenguaje posible en los límites del conocimiento religioso y científico del ser humano.
Pues lo mismo pasa cuando intentamos describir los fenómenos imperativos de la vida y la muerte. O más concretamente, del nacer y vivir o el envejecer y morir.
Pero así como los teólogos no dejarán de estudiar el conocimiento de la idea de Dios, ni los físicos de la idea de Energía, el resto de los seres humanos no podemos dejar de pensar en la vida y la muerte.
Seguramente lo hacemos sin el lenguaje poético de los teólogos y filósofos que intentan dar cuenta de la vida y de la muerte como esos fenómenos incomprensibles de la vida cotidiana, pero sí con una experiencia que ya tiene varios millones de años desde que las mujeres parían al margen del camino nómada y los viejos morían en el mismo camino por la vida.
Queremos ver el fenómeno como otro más de la vida, nacer y morir y ya, pero las emociones que nos provocan, y la poesía que las toca como guitarra gitana, nos hace intuir que hay más que lo simple que deseamos que sea. No lo es.
No nos satisface que todo ahí se acabó al morir, que esta vida vivida es la que me tocaba, que después de la muerte hay un jardín de Alá lleno de placeres infinitos, que en la muerte nos integraremos al universo infinito y lo sabremos todo en lugar de ignorarlo todo como aquí en la vida... en fin.
No tenemos remedio; pero lo que sí podemos hacer es bajarle el volumen a la angustia que la vida introduce ante la presencia de la muerte en la conciencia, ante la certeza absoluta y no negociable de la muerte al final de la vida como si fuera un pleonasmo. La angustia no es otra cosa que el malestar normal de la vida cotidiana aumentado por la concentración, real o imaginada, de nuestros temores. Lo único que la vuelve a su tamaño es saber lo que la origina.
La angustia de morir es la re-escenificación de aquella angustia del bebé que siente que su madre lo ha abandonado.
Pensándolo bien... Tal vez por ello la frase de Woody Allen: “No es que le tema a la muerte, es que prefiero no estar ahí cuando suceda”.
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lunes, 16 de agosto de 2010
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