Hablar de México es el mismo embrollo que hablar de la familia.
Todos tenemos dos apellidos; unos usamos los dos y otros no. Unos usan solo el primer apellido y otros solo el segundo. Otros invierten los apellidos y ponen primero el materno y luego el paterno. Al final decimos “ese es mi nombre oficial a la vista de todos”.
Es obvio que no opinamos lo mismo de los parientes paternos que de los maternos, por diferentes razones particulares que tienen que ver con la historia familiar aprendida en casa, que se confronta con lo que aprendimos después de las relaciones sociales y educativas, de nuestras propias investigaciones, y de las referencias salidas de boca de gente que no era de la familia que ampliaron, para bien o para mal, la propia perspectiva de lo que mi familia era en mi cabeza, confrontada con la realidad agregada.
Al aprender durante el crecimiento más y más de la propia familia, más y más se encuentran ideas fallidas propias, guardadas por años desde la infancia y los afectos se duelen de los desplazamientos emocionales obligados por el conocimiento de verdades integradas a la fantasía de familia que tenía desde pequeño.
A pesar de todo, en ningún momento dejamos de amar a la familia de origen por los desengaños que la Vida Cotidiana impone a nuestro crecimiento. Probablemente seamos emocionalmente ambivalentes en nuestros juicios y sentimientos, pero el afecto y el apego se mantienen a pesar de todo. “La familia es la familia” nos decimos, y vivimos tratando civilizadamente con esa realidad inamovible.
Ah, bueno, pues si usted le entiende fácilmente a esa dependencia afectiva con la familia, entonces le entiende también su rara y cuando menos ambivalente relación con la Nación.
México es antes que todo el nombre de un concepto: es la nación.
Y la nación es lo que nos une; o intenta hacerlo. Es la unidad que complementa la diversidad de un país.
No está solo en alguno de sus componentes, sino en la amalgama no siempre sólida y a veces frágil de todos al mismo tiempo.
Cada versión que tenemos de esta nación que compartimos lucha por entender la otra que no es la propia. Y, así como es natural en las familias y los parientes, la culpa de sus males son LOS OTROS y nunca NOSOTROS. Del mismo modo, el mérito de sus logros y su bienestar es nuestro, a pesar de los otros, que son los explotadores, los güevones, los corruptos o los delincuentes.
Por eso formamos iglesias, cofradías, congregaciones, monasterios, ejércitos formales, guerrillas informales, muchos tipos de policías, federaciones, diferentes poderes oficiales, diferentes poderes fácticos, formas diferentes de corrupción y de ilegalidad o impunidad.
Por eso dividimos lo que sabemos que no puede estar pegado monolíticamente a fuerzas. No es igual el primogénito que el socoyote; no es igual el hombrecito que la mujercita; el prietito que la güerita; el católico que el protestante; el de izquierda que el de derecha; el del norte que el del sur, el citadino que el campirano... usted agréguele...
Pero todos tenemos ese mismo sentimiento fundamental cuando se trata de nuestra nación, cuando decimos su nombre: México, aunque la parte de nación que escojamos sea en ese momento preciso diferente al del otro: esta nación es la tierra donde piso, el lugar donde amo, donde lucho, trabajo, aprendo, enseño, juego, estudio, leo investigo, viajo y regreso del viaje, veo en los paisajes increíbles de la tele, en las artesanías de su gente mundialmente famosas por su belleza, en su calidad artística, en su creatividad industrial, su originalidad científica, su geografía única en el mundo, hasta en la violencia de sus meteoros porque paren nueva vida cada año junto con el dolor de los más pobres...
México es nuestra nación, nuestra patria, nuestro patio, nuestra casa; y usted y yo tenemos que vivir en ella, nos guste o no nos guste. Estamos confinados en este espacio: del Río Bravo al Suchiate, del Atlántico al Pacífico; y en este tiempo de más de 3,000 años: desde los fundadores Olmecas, Mayas y Toltecas, hasta la brutal conquista española a los Aztecas, el mestizaje religioso y racial de la Colonia, las guerras de independencia, de reforma y revolución, hasta este siglo 21 tan brutalmente globalizado, como conquistado hace 500 años.
México tiene un nombre que es el motor de la nación. Es tan silencioso y mágico como el nombre de la Guadalupe. Desde ese misterio hacen los nombres su trabajo en el imaginario popular, que es lo que mantiene a esta nación viva y funcionando. En espera, siempre en espera.
La misma espera que se lee en la cara de los indígenas mexicanos, que ya dejamos de entender de tantas generaciones y tanta ignorancia de ambas partes, pero que queda plasmada en la realidad que nos echa encima la pobreza insuperable que hasta ahora hemos vivido y atrapada en las pinturas murales que hemos dejado de ver.
La X de su nombre, “que algo tiene de cruz y de calvario” sigue ahí, más allá del poema de López Méndez, más allá de toda posibilidad de explicación histórica o académica.
Exacto, del mismo modo que la familia y el apego ambivalente de amor/odio que la caracteriza, la nación, la patria, México, sigue siendo la incógnita que es para propios y extraños.
México se construirá hasta donde deseamos que sea, con nosotros y a pesar de nosotros, por nuestros discursos o sin ellos, por nuestro trabajo rutinario o el creativo, por nuestro sacrificio o sin él; la historia de esta nación no es solo un puñado de creencias o de acciones voluntariosas; es la conflagración de variables que ninguno de nosotros solos puede vislumbrar.
El tiempo de vida personal es demasiado pequeño para que alcance a cumplir nuestros sueños de Nación. Solo podemos contribuir a ellos o a tratar de anularlos. Usted decide.
sábado, 18 de septiembre de 2010
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