El cambio es un problema siempre irresoluto. El mismo paso del tiempo obliga a que el cambio no pueda detenerse en una solución particular para dejar de cambiar.
Eso significa que el cambio, es un concepto inseparable del espacio físico y del paso del tiempo. Siempre está ahí, no hay manera de evitarlo; del mismo modo que el espacio siempre está ahí, aunque no nos desplacemos de lugar para probarlo, y el tiempo siempre transcurre, aunque al reloj se le termine la cuerda o la batería, el cambio siempre se da y continúa en cualquier organismo o sistema, sea biológico en La Tierral planeta o inanimado en las galaxias.
El universo cambia, el sol cambia, el planeta en el que vivimos también cambia, todos los días a cada segundo que pasa cambia.
No hay nada en esta vida que no cambie; y esto nos lleva a pensar que tal vez la muerte sea la única representante en nuestro imaginario, en nuestros símbolos mentales, de lo que no cambia, que lo único que se mantiene sin cambiar es lo que ha muerto.
El resto de cosas en el universo estén vivas o no, cambian todos los días, crecen, se expanden, chocan, se deterioran, se transforman...
Y todo eso lo percibimos desde muy temprana edad.
El tamaño de la persistencia de estas entidades (tiempo, espacio, cambio) tiene muchos siglos siendo observado por el hombre como objeto de estudio de la filosofía, de la religión y de la ciencia.
El cambio que está ahí en la historia del planeta y de las especies que lo habitan, se llama evolución. El cambio que está aquí en nuestro cuerpo, se llama crecimiento biológico; el cambio que está también en nuestra alma, se llama desarrollo psicológico.
La psicología infantil, por ejemplo, no ve necesidad de intervención terapéutica profunda en los niños si no se da algún tipo de detención o interrupción de los cambios asociados a su desarrollo, a su crecimiento. O sea, solo cuando el niño deja de crecer.
Por tanto, todo parece indicar, desde múltiples disciplinas, que el cambio es parte inseparable de la existencia.
Sin embargo, los seres humanos siempre han tenido un cúmulo de conflictos ante el cambio. La rebelión de los judíos en el desierto después de ser liberados de la esclavitud de Egipto, es una muestra de la oposición al cambio; al grado de obligar a su líder a producir un código que impusiera una norma de integración social y fundara el Estado Teocrático Hebreo; por tanto, Jehová le dictó a Moisés en el Sinaí los Diez Mandamientos de la Ley de Dios.
Ese solo es uno de los ejemplos más conocidos (como lo planteó Erich Fromm en “El Miedo a la Libertad”) pero la historia de todas las naciones está llena de ejemplos similares de miedo al cambio: ante el cambio el hombre se rebela, se resiste, se niega o se arredra, se siente impotente, se aterroriza, se paraliza...
Pero el cambio, como los otros componentes imperativos de la realidad, es indiferente a las reacciones humanas, sin importar el drama con que se las vista. El cambio se da con o sin la autorización de los seres humanos como especie, como nación o como individuo.
No es de extrañar entonces que una persona sienta los efectos del cambio, para bien o para mal. Desde una pequeña sensación de euforia, como la de quien navega en mar tranquilo en un velero, por un cambio de ciudad, de escuela o de estado civil, hasta la terrible sensación de los cambios producidos por la guerra, la vejez o la enfermedad terminal.
Por esta certeza de que el cambio interviene en su vida personal modificando el tejido de sus ilusiones, de sus proyectos o de la arquitectura de su propio destino, es por la que desde pequeño(a) ordena, colecciona, almacena, acomoda, limpia y en suma conserva su entorno lo más parecido posible a lo familiar, lo ya conocido, lo que nunca debió cambiar.
Bueno, todos tenemos derecho a hacerle la lucha por defendernos de lo inevitable; pero tendremos qué admitir que con ello creamos una tensión entre nuestro legítimo deseo de conservación y el implacable paso del tiempo con su cambio consecuente. Una tensión que periódicamente se desahogará en pequeñas o grandes crisis, poco o demasiado frecuentes, dependiendo de nuestra historia individual, donde habrá ajustes y adaptaciones, a regañadientes o entre lágrimas de derrota, a las nuevas condiciones que la realidad y el cambio imponen en su vida.
La guerra personal contra el cambio, pues, tiene el mismo destino que la guerra personal contra el tiempo que pasa: está destinada a la derrota.
El cambio no se anuncia, no necesita anunciarse, está ahí; no es bueno ni malo, como el tiempo y el espacio tampoco lo son, solo es neutral e indiferente.
Los miedos al cambio no son reales, ni los miedos al paso del tiempo o a la distancia, son una construcción aparentemente fallida de nuestra mente que parece ser de la misma categoría evolutiva que la característica organización de las hormigas o las abejas: son formas de vida que no han cambiado prácticamente nada en millones de años.
El problema es que la especie humana no sólo ha cambiado enormemente en los últimos milenios, sino que es tal vez la entidad de mayor aceleración en su evolución sobre el planeta, comparada con el resto de las especies animadas. Una evolución no tanto de su biología sino más bien de sus funciones cerebrales, de su mentalidad, de sus capacidades para saber, de sus genialidades creativas.
Claro, la otra tendencia convive con esta y nos mantiene pegados a la conservación de un salvajismo primitivo que vemos en las guerras, en la crueldad con la que negamos la espantosa pobreza mundial que nosotros mismos creamos y la atribuimos cómodamente a una voluntad de Dios que nos sirve de coartada, así como en otro tiempo lo hicimos con la aristocracia o con los reyes-dioses absolutos, o en la forma como descuidamos los sistemas ecológicos y destruimos el habitat de especies completas que han desparecido por ello. Ya no podemos ser ingenuos.
Pero el cambio evolutivo persiste a pesar de nosotros mismos. Y si oponemos suficiente resistencia, entonces pasará por encima de nosotros como ya ha pasado por encima de otras especies en el pasado milenario.
Decía que el cambio no se anuncia porque algunas ideologías políticas lo proponen como parte de sus promesas de campaña; eso y prometer la felicidad eterna es lo mismo. Nadie que prometa felicidad individual dice la verdad y quien la prometa colectiva miente más.
El cambio, paradójicamente, no es una moneda de cambio; tampoco es la morralla que nos queda de la negociación con la vida. El cambio es un entero indivisible y no negociable; es parte indisoluble de la realidad física, biológica y evolutiva de nuestro entorno y de nuestro interno.
El cambio no es poca cosa en nuestras vidas, y en lugar de miedo nos debería inspirar respeto e interés por conocerlo. No un endiosamiento ni idealización, porque tampoco responde a nuestras zalamerías. Respeto y conocimiento.
Ya es hora que aprendamos a vivir con el cambio como un compañero de viaje que ha estado ahí desde que nacimos y estará con nosotros hasta que nos entierren.
En lugar de tenerle miedo, más nos vale tener mejores relaciones con él.
http://jperezrobles.diinoweb.com; VC100925Cambio.docx ;11:11;5980Car.
miércoles, 6 de octubre de 2010
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