La pareja humana es la expresión más compleja y elaborada de la vida en contra de la muerte, representa a la unión contra la separación.
La vida, sin embargo no siempre se preservó mediante la unión; de hecho la primera forma de vida se multiplicó mediante la bipartición de los protozoarios, que literalmente se reproducen creando clones naturales, conservando así la vida de la especie: aunque una de las dos partes eventualmente muriera, la otra continúa reproduciéndose.
La vida evolucionó sin embargo hacia la separación de las especies vivas multicelulares en dos géneros, el masculino y el femenino y la reproducción de la vida se realizó a partir de ahí con la unión de esos géneros en parejas.
Los apareamientos de las especies pasan por rituales infinitamente variados, desde los efímeros apareamientos de los insectos inmediatamente antes de morir, los apareamientos multitudinarios de algunas especies marinas como el calamar, los rituales de anidamiento de los pájaros machos bajo la rígida supervisión de la hembra o los tranquilos y lánguidos apareamientos de los leones que es la marca registrada de los canales de la tele dedicados a la vida salvaje.
En el caso de la especie humana, todos los rituales forman parte de los símbolos que se crean en su mente, con los que más adelante dará nombre y formará la razón de ser de las cosas.
La sexualidad se vive como la civilización del instinto mediante la represión y la sujeción a las reglas dominantes; su incumplimiento es el pecado y la paga del pecado es la muerte. Es muy simple.
La sensación de privación de la satisfacción, o sea, la represión del deseo sexual se le llama amor y a partir de ahí empieza el ritual de formación de pareja.
La forma de selección se reduce a un código secreto (inconsciente) que obliga a los sujetos a verse sumidos el uno en el otro en un profundo enamoramiento tal que no se puede dejar de pensar en algo misterioso y mágico que el otro debe tener para enloquecerme de esta manera tan mágica, tan prometedora y tan falsa.
La idea de felicidad se hermana con la idea de sufrir para merecer en la renuncia total de sí mismo para cumplir el deseo del otro, siempre y cuando sea su deseo por mí.
El ritual amoroso humano cierra así el círculo de la ilusión.
El amor se asienta en el enamoramiento, que es una de las pocas locuras ‘socialmente correctas’; y promete las perlas de la virgen, como político en campaña, como los colores de las flores a la abeja o al colibrí, siempre y cuando se logre el apareamiento con la reglas de la ley de Dios y de los hombres.
Hasta aquí todo está perfecto.
¿Y así es como vivirán felices por el resto de sus vidas?
La promesa de felicidad eterna es la más eficaz de todas; todavía funciona hasta en las mejores familias, hasta en personas sumamente inteligentes, hasta en los casos menos imaginables la idea de ser feliz de aquí en adelante es una idea tan infantil como eficaz.
Es como la adicción al juego de azar, a la apuesta, a la fama en la tele o el cine, a la riqueza en la Bolsa de Valores, a ser millonario rápido en los negocios, la política o el narco; ser adicto a Las Vegas, al American Dream...
La ‘felicidad’ es la palabra mágica que oculta el deseo primitivo, el deseo del bebé o la bebita antes de todos los años de vida, el deseo del hombre y la mujer salvajes desde las cavernas, antes de todos los siglos de su aparición sobre la tierra.
Llevado al extremo, es el mismo deseo, la misma pulsión, del protozoario y de todas las especies anteriores al ser humano: alejarse del dolor y buscar el placer como clave inicial para la conservación de la vida, un placer que apunta hacia la reproducción, claro, y por tanto a la conservación de la especie; a la preservación de la vida en el planeta.
¿Para qué?: Nadie lo sabe a ciencia cierta; algunos creen saberlo por su profesión de fe; todos lo saben sin duda alguna cuando están enamorados y lo olvidan inmediatamente que dejan de estarlo.
Ey, detengámonos un momento. ¿De qué estamos hablando aquí?
Aclaremos de una vez las cosas: no estamos hablando en contra del amor; ni tampoco estamos hablando en contra del enamoramiento; vamos, ni siquiera estamos hablando en contra del placer asociado, ni modo.
Simplemente y desde cualquier perspectiva: sin el amor, la vida carece de sentido. Sin al menos alguna de las múltiples expresiones del amor el sujeto muere. Primero muere por dentro y no se da cuenta, cree que los que mueren son los demás; luego muere también por fuera cuando somatiza o se enferma crónicamente, y luego muere para siempre sin saber por qué.
Bueno, para ser justos, TODOS morimos sin saber por qué; pero alguna vez algunos pueden pensar que vivieron la vida y tomaron de ella suficientes trozos de placer y bienestar o (bueno, bueno) lo que sea que se crea que es la felicidad, como para llegar al final entendiendo, aunque no justificando que nos toque a nosotros mismos ser ahora los visitados, y no los visitantes, en el panteón.
Pero aunque los antecedentes históricos sean inevitables para poder explicarnos la separación de las parejas, lo que nos trae aquí es asomarnos a algunos elementos externos concretos que contribuyen a la separación de las parejas aquí y ahora.
Más allá de las creencias populares sobre la infidelidad, el más importante y omnipresente de todos los factores externos que amenaza la unión de su pareja, es el principio de rendimiento o eficacia. (O sea, tanto produces, tanto vales).
La sociedad le pide a usted y a su pareja que sean buenos, no sólo en los mares de la ética, sino que sean buenos amantes, sea lo que sea eso, porque al final de todo (o en medio de todo) la sociedad se encarga de desinformar a los sujetos y evitar una concepción real de lo que es ser un buen o una buena amante.
Y cuando los aparatos ideológicos de la sociedad lo hacen, lo plantean en términos de mercado de consumo (o sea, en términos de la vida cotidiana, las ‘recomendaciones’ son a nivel de comercial de la tele o de programas matutinos como éste, donde el auditorio sale corriendo porque, a pesar de que los comunicadores somos tan inteligentes y tan guapos, la neta es que somos bastante aburridos: “Vieja, ¿a qué horas es el futbol?”).
Así que aquí no le haremos ‘recomendaciones’ sobre las mejores contorsiones del Kama Sutra, los aparatos tecnológicos de gimnasia casera, las cremas más milagrosas, la faja más ‘increíble que sea una faja’, el botox, la cirugía estética, el shampú de la Penélope, el estómago de lavadero del metrosexual de moda, cuál carro comprar este año que ‘van a estar más baratos’ según el vendedor al que le molesta que se hable de la crisis... en fin.
Ser mejor pareja sin embargo, insiste en estar ahí también desde las recomendaciones de la tía o el tío sabios, de la abuela o la amiga/o experimentada/o cuya función, lo sepan o no lo sepan, es lograr que su pareja funcione, o sea, que llegue más allá de la luna de miel, que no truene al menos en unos 4 años, o lo que en su sociedad particular sea considerado el límite del ‘fracaso’ social.
El miedo al ‘fracaso’ social es uno de las aparatos coercitivos (uno de los chantajes culturales) que mejor funciona en los grupos humanos. El ‘fracaso’ en el matrimonio es tan grave como el fracaso en la empresa. Y así como el miedo al fracaso empresarial podría estar en el fondo del comercio informal, el miedo al ‘fracaso’ matrimonial está detrás de la unión ‘libre’ disfrazada de rebelión cultural contra ‘la sujeción al un papelito matrimonial’.
La ilusión aquí, por supuesto, es creer que la unión ‘libre’ es libre.
La pareja que contemplamos acá es de todo tipo, sean los casados o los que vivan en Amasiato, Ahome, Sinaloa; pero fundamentalmente los amantes, entendidos como los que se aman entre sí.
Toda pareja sufre de la misma amenaza de separación que, además de las internas que no son pocas, atacan a la pareja desde afuera, desde la sociedad en la que viven.
La infidelidad en primer término por supuesto, pero cuidado con pensar que es la única causa, porque la monogamia a pie juntillas puede convertirse en un infierno igual o peor que el temido infierno de los cuernos.
Desde los tiempos de las abuelas, el que los hombres se quedaran en la casa era un problema en sí porque estorbaban para hacer el negocio (el aseo). Mejor que se fueran con sus amigotes, a riesgo de la posibilidad de que se fuera con las amigotas.
Vivir bajo el mismo techo es de por sí complicado, y más complicado se hace cuando los espacios de las casas habitación se reducen tanto, por la exigencia económica y ‘de interés social’, que desaparece la privacidad; y disponer de un territorio privado para el cuerpo y el alma en soledad es tan necesario como relacionarse.
Tener qué laborar ambos, es otra exigencia externa que se agrega a la dificultad de soporte al otro en la vida cotidiana de la pareja. Cuando la economía entra por la puerta a discutir quién aporta más a la casa, el amor sale por la ventana; y la separación se asoma bajo la cama.
La proliferación de hijos accidentales, o no deseados, por fallas en el control de la natalidad, o por las causas que sean, es otro factor que parece interno pero se hace externo, en función de que la sociedad exige hoy en día uno o dos hijos como máximo, para que la pareja no deje de producir en sus trabajos. Más hijos no se pueden mantener con los sueldos como están en el mercado de trabajo.
El aferrarse a una clase social, imaginaria o real, mediante un ritmo de gastos exigidos por la sociedad y por la tele, puede meter en problemas financieros a uno, al otro, o a ambos; y la quiebra coincidente es doble: afectiva y en efectivo.
Las características en última instancia de las fuerzas externas de la separación están en la economía.
Pero más que todo están en el embeleso, está en la misma ilusión del enamoramiento que impone metas imposibles de alcanzar a los individuos de la pareja y los obliga a pensar que uno de ellos es el que falla: la mayor de las veces es el otro, por el antiguo mecanismo de defensa de la proyección; pero no pocas veces, los sujetos viven en la culpa total, creyendo que son la causa de todo mal lo cual se deriva de su fracaso personal.
Esta especie de narcisismo a la inversa: “Yo tengo la culpa de todo” (como si yo tuviera el poder de destruirlo todo) sirve para no ver claramente los componentes externos de la separación que acompañan desde el principio a la formación de pareja, tan atribulada y desprestigiada en los últimos tiempos.
Finalmente, así como el amor es la única fuerza que se tiene para combatir la capacidad destructiva de la desilusión posterior al enamoramiento, el mismo amor es lo que mantendrá unida a la pareja.
No es sólo un buen deseo, es una realidad; no es sólo ser buen cristiano, es una necesidad vital para la conservación de la pareja: el amor que aprende a tolerar es el peor enemigo de la destructividad y la separatidad en la pareja humana.
Si esa fuerza amorosa no está ahí, la naturaleza es muy sabia: la separación sobrevendrá, los miembros de la pareja llorarán cada uno su duelo y al fin de cuentas serán liberados al fin del peso insoportable que significa aferrarse a un proyecto que estaba desde el inicio destinado al fracaso.
http://jperezrobles.worldpress.com; VC101016Separacion.docx ;08:49;9325Car.
domingo, 17 de octubre de 2010
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